Contrario al temor de que alguien hable de más sobre una película o un libro, científicos han descubierto que saber que el mayordomo es el asesino, no la arruina; por el contrario, la mejora. Si no es la incertidumbre o la curiosidad por el fin, ¿qué encanta y toma nuestra atención en una historia?
ALGUIEN dice: "Al final el sicólogo del niño también estaba muerto" y es suficiente. Listo. Con eso contó el final. Imperdonable. Matarlo es poco. "La arruinó", pensaría cualquiera. Es más. Es probable que en algún sitio web estadounidense una frase como esa estuviera precedida por un SpoilerAlert! o una alerta de ruina. ¿Una ruina? ¿En eso se convierte una historia si ya sabemos el final? Para la ciencia, esta sería una conclusión apresurada.
Recientes investigaciones han buscado lo que sería El Dorado para Tarantino, Vargas Llosa, Woody Allen, Paul Auster y tantos que sueñan con la silla de lona y el megáfono o la máquina de escribir y la pipa frente al mar: ¿Qué buscamos en una historia? La pregunta por la narrativa es nueva en la ciencia, pero ya hay descubrimientos y algunos inesperados como que en nuestro cerebro hay zonas casi exclusivamente dedicadas a crear drama de cualquier cosa, que el suspenso no está necesariamente ligado a la incertidumbre, que no hay nada de pasivo en el cerebro del espectador pasmado y boquiabierto y que, en ningún caso, saber el final de una historia la convierte en una ruina, sino que la glorifica.
García Márquez ya lo sabía cuando escribió Crónica de una muerte anunciada. Pero los investigadores del área de sicología de la U. de San Diego lo comprobaron. 300 alumnos participaron de tres experimentos en que leyeron historias cortas de autores como Agatha Christie, Anton Chejov y Raymond Carver, divididas en tres categorías: sugerente, giro irónico y misterio. En dos de los experimentos les entregaban el final de la historia, y en el tercero se les entregó el texto sin intervenciones.
En todas las historias, incluidas las de giro irónico y misterioso, todos prefirieron las que contaban el final.
No la llames tragedia griega
Hay quienes lo han descubierto solos, dice Nicholas Christenfeld, coautor del estudio, a La Tercera. "Un 10% de la gente lee los finales de los libros antes de terminarlos", comenta el doctor en sicología, delatando a quienes, como levantando enaguas, revisan las páginas de atrás.
Para Christenfeld las historias no se tratan de los finales, "el final es sólo una excusa, establece una pista a seguir, da estructura, pero uno no lee toda una novela para saber el final. Es más, no saberlo produce una tensión que, según nuestros resultados, es innecesaria para disfrutar la historia", explica desde su oficina en San Diego.
En esos términos, al menos en los niños, diferentes estudios demuestran no sólo el goce que les produce leer cada noche el mismo cuento o ver la misma película, sino que esta repetición implica adquirir mayores habilidades lingüísticas. Según lo explica la doctora Jessica Horzt, que condujo un estudio de este tipo en la U. de Sussex, Inglaterra, cada vez que el niño escucha el libro recoge nueva información y ésta es cada vez es más detallada, más sofisticada.
Christenfeld comenta que los adultos también lo hacemos. "La gente dice 'no lo llames tragedia griega o sabremos el final' y esa misma gente no va a ver Hamlet para impactarse con el final. Cuando ya conocemos el final de la historia o la hemos leído muchas veces, vemos más claramente su belleza artística y la contemplamos sin ansiedad". La belleza artística no es una siutiquería de Christenfeld, ni un cliché cuando estamos hablando de placer a nivel neurológico. Un estudio del profesor Semir Zeki, de la University College de Londres, escaneó los cerebros de voluntarios mientras miraban 28 pinturas de Botticelli y Monet, entre otros. Los niveles de placer que experimentaron, medidos por dopamina en la corteza orbito frontal -hormona relacionada al placer en el cerebro-, eran los mismos que en una persona enamorada.
La música de Tiburón
Lo que muchos temen perder sabiendo el final, es el suspenso. Los sicólogos coinciden en que, aunque sabemos que las historias no son reales, buena parte de los neurotransmisores que se activan corriendo por la selva al huir de un león se activan también cuando estamos viendo esa escena por televisión. Hormonas como la noradrenalina, que activa nuestro estado de alerta, musculatura, circulación sanguínea, atención, y la dopamina, que hace que disminuya el dolor, y el rescate de esa angustia, provocan placer.
Es decir, estas reacciones no se pierden al saber qué pasará, ya que el suspenso, según Noël Carroll, filósofo norteamericano y autor de La Paradoja del Suspenso (2001) uno de los textos más citados a este respecto no es provocado por la incertidumbre, sino por el deseo frustrado de intervenir en eso terrible que se aproxima inminente. Como en Tiburón, cuando empieza esa terrible música y sabemos que se acerca.
Así, saber lo que viene no sólo no nos arruina nada, sino que en palabras del director Alfred Hitchock -para explicar la diferencia entre suspenso y sorpresa-, es esencial para aumentar la emoción: "Supongamos que hay una bomba debajo de esta mesa entre nosotros. No pasa nada, y luego, de repente, '¡Boom!', hay una explosión. El público se sorprende, pero antes de esta sorpresa se ha visto una escena absolutamente normal.
Ahora, vamos a tener una situación de suspenso. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque han visto al anarquista ponerla allí. El público es consciente de que la bomba va a explotar y hay un reloj en la decoración. El público puede ver que es la una menos cuarto. En estas condiciones, esta misma conversación inocua se convierte en fascinante, porque el público está participando en la escena; está deseando advertirles a los personajes en la pantalla: "No deberías estar hablando de asuntos tan triviales. ¡Hay una bomba debajo tuyo y está a punto de explotar!".
En el primer caso le hemos dado al público 15 segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo, ponemos a su disposición 15 minutos de suspenso. La conclusión es que siempre que sea posible, el público debe ser informado.